jueves, 16 de febrero de 2012

Dos cabalgan juntos

A ver. Esto para mí no es fácil. Comentar War Horse (Caballo de batalla) es escribir sobre una película dirigida por Steven Spielberg en este blog. ¿Y?, te preguntarás. Ya lo hice con Tintín. Es verdad. Puedo ventilar el comentario con mayor o menor inspiración y a otra cosa, mariposa.

Si he empezado diciendo que no es fácil es porque, si lo hago de verdad, desde las entrañas, hablar de Spielberg es como hablar de mi padre. Pero no como cuando alguien me pregunta por él y yo suelto un lacónico "como siempre, bien". Aquí estoy hablando de quedarme en pelotas, emocionalmente hablando. A corazón abierto, calzón quitado o como quieras decirlo.



Mi vida no sería la misma sin Steven Spielberg. Otros pueden decir lo mismo de Wim Wenders, Gandhi o el fundador del Opus Dei. En mi universo particular ha sido él. Me ha aportado mucho. Infinitamente más que la mayoría de mi familia. Cosas buenas y no tanto. Vamos, para aburrirte. Al final, nuestras biografías son un cúmulo de momentos y la vida todo lo que ocurre entre uno y otro. En la mía hay tantos instantes directamente relacionados o influenciados por él como por mi padre. Como lo oyes.

Hablar de Spielberg es hablar de John Williams, de magia, de conexión emocional, de terror, de aventuras, de dolor, de pérdida, en definitiva, de emociones. Y viseras. Por eso, escribir sobre su cine me da pudor. Que conste que adoro a Lubitch, Lang, Lucas,Hitchcock, Scorsese, Tarantino, Coppola, Hawks, Capra, Truffaut, Allen, Scott, Eastwood y muchos otros. Pero, por lo que sea, Spielberg es otra cosa.

Seguramente, mi primer momento con Spielberg fue de terror. Tendría 5 años cuando, paseando por una plaza, me topé con el poster de Tiburón (Jaws). Aquella enorme cabeza de escualo con su boca llena de dientes, entreabierta, dirigiéndose hacia la superficie a la caza de una incauta nadadora. Por supuesto, ni sabía que él era el director de aquello ni vi la película, pero me marcó. A parti de ahí, todo lo demás. Como director y como productor.

Steven Spielberg es un genio. Pocos o nadie domina la narración cinematográfica como él. No conozco un solo caso en el que autores (y genios también) con el ego tan crecido como Hergé, David Lean o Kubrick pasaran el testigo a Spielberg de proyectos para los que no se sentían capaces, por edad claro. Pudieron elegir a otro pero eligieron a Spielberg. Uno para trasladar al cine su creación (Tintín), otro para adaptar una novela de J.G Ballard (El imperio del sol) y el último para culminar un proyecto personal para el que era necesaria una tecnología que, cuando llegó, era ya demasiado tarde (Inteligencia Artificial).

Lo que pasa es que, al mismo tiempo, Spielberg es un tipo normal, sin excesos. Y eso sí que es raro. A lo largo de la Historia, la mayoría de las personas reconocidas como geniales en lo suyo, eran, como poco, especiales. Por no hablar de excéntricas o neuróticas. Él no. Tuvo que rodar La lista de Schindler para que cierta clase de público, crítica especializada llena de complejos, estereotipos y convencimiento de superioridad intelectual, admitiera lo que Spielberg ya había demostrado en innumerables ocasiones anteriores.

Otra cosa es que con ese dominio absoluto del medio, el resultado sea siempre perfecto. No. Decididamente no. Pero, en todo caso, una escena perfecta de Spielberg es mejor que filmografías enteras de la mayoría.

Si tuviera que quedarme sólo con cinco películas, por poner un número, éstas serían: Tiburón, En busca del arca perdida, E.T., La lista de Schindler y Munich. Son perfectas. Malas ninguna. Si me obligas a un par de ellas: 1941 o El mundo perdido. Entre las buenísimas (algunas mejores que otras) metería a El diablo sobre ruedas (entraría también en el top 5), La última cruzada, Minority Report, El imperio del sol, Salvar al soldado Ryan, Encuentros en la tercera fase, El color púrpura, Tintín Jurasic Park.

Atrápame si puedes, La terminal, Always (para siempre), Hook, A.I, Amistad, El templo maldito y El reino de la calavera de cristal o La guerra de los mundos están bien, con escenas memorables, pero no se pueden comparar con las anteriores.


War Horse (Caballo de batalla) se ubicaría en el segundo grupo. Nos encontramos aquí con un Spielberg que ha encontrado el vehículo perfecto para rendir pleitesía, a su manera, a uno de los grandes: John Ford.
Si bien su sombra era más o menos evidente en otros títulos, aquí podemos encontrar la esencia con la que Ford se sacó de la manga tantas obras maestras.

En la carátula de la versión españolas del VHS de Centauros del desierto (The Searchers), se incluia la opinión sobre ella de Spielberg, calificándola de obra maestra. Evidente reconocimiento que explica muchas cosas de War Horse, desde el tono, hasta el previsible pero no menos emocionante epílogo.

Pero no os quiero engañar. Si en Minority Report o Munich, el comunmente conocido como sello Spielberg quedaba diluído hasta extremos homeopáticos, aquí es el producto auténtico, sin complejos.

Basada en la novela de Michael Morpurgo, esta historia de un chaval y su amistad con un caballo extraordinario llamado Joey,separados a causa del estallido de la Primera Guerra Mundial, es la excusa para adentrarnos en universos que Spielberg domina a las mil maravillas. Como una marioneta, te dejas manipular hasta la lagrimita, bien por lo que ves, por lo que oyes o por ambas cosas a la vez.

Tiene un inicio renqueante, a pesar de las impresioantes imágenes de la campiña inglesa y de la atmósfera a cine clásico como El hombre tranquilo (The Quiet Man), pero, a partir de que Joey es trasladado al campo de batalla, todo cambia. La primera carga de caballería es magistral, sin querer compararla con el desembarco de Salvar al soldado Ryan pero casi. Se suceden los microrelatos, protagonizados por aquellos con los que se cruza Joey, a ambos lados de la trinchera y las secuencias, a cada cual más perfecta en lo formal, hasta un final que se puede tachar de cursi, noño, moñas o lo que se quiera. Bendita sensiblería.

Spielberg ha demostrado que es capaz de rodar Munich. Otros, pocos, quizás también hubieran podido rodarla. Pero solo Spielberg puede rodar una película como War Horse. John Williams ha cumplido ya 80 años. Él enfila los 70. Seguramente, el de ayer, con todos sus defectos, será uno de esos momentos que me acompañarán siempre.

En una escena, cuando el padre del protagonista (el gran Peter Mullan) lo ha perdido todo, sentado en un taburete mira a su mujer (Emily Watson), de pie junto a él, le dice con voz temblorosa y gesto de derrota: "Vas a dejar de quererme". Ella responde: "Te puedo odiar más, pero no quererte menos". Gracias, Steven, ¿puedo tutearte?.

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