jueves, 1 de marzo de 2012

Hollywood Je t'aime

Se ha dado una curiosa paradoja en los oscars de este año. Las dos películas triunfadoras, The Artist y Hugo son, en el fondo, una declaración de amor al cine pero, también, una canción de amor de Francia a Hollywood y de ésta al cine francés, más concretamente a los hermanos Lumiere y, fundamentalmente, a Georges Melies. Eso sí, con sustanciales diferencias. La película de Scorsese, de la que hablaré en otra entrada, es un homenaje a la americana, con una fastuosa puesta en escena, en 3D y con un más que holgado presupuesto.

Sin embargo, el gran encanto de The Artist es su falta de pretensiones, su honestidad a la hora de rendir homenaje a los inventores no tanto del cine en sí mismo sino del negocio creado a su alrededor. Una forma de entender el arte vilipendiada por una parte de la comunidad cinéfila que, sin embargo, ha aplaudido esta simpatiquísma película. ¿La mejor del año?, seguramente no, pero sí la nota discordante, el soplo de aire fresco, la apoteosis de eso que los modernos llaman moda vintage. ¿Acaso puede existir en el cine algo más vintage que una película muda y en blanco y negro?. Sin olvidar, claro, el poder persuasivo de los Weinstein entre los miembros de la Academia.



Me llama mucho la atención que las mismas voces que ponen a caldo el 99% de historias que proceden de USA, tachándolas de poco originales, manidas, previsibles y mirándolas por encima del hombro, con aires de superioridad intelectual, se deshagan en elogios hacia uno de los guiones más simples y menos originales en décadas. El eterno (y vacío) debate Hollywood=Comercial y Los demás=Intelectual, Arte. Cuanta pose y cuanta tontería.

A pesar de lo dicho, The Artist es una gozada. Disfruté como un enano viendo a Jean Dujardin homenajear a Douglas Fairbanks y a Rodolfo Valentino (entre otros), aplaudo la inteligencia de Michel Hazanavicius a la hora de jugar con el espectador a sabiendas que éste lleva décadas viendo cine sonoro, vamos, hasta estruendoso. La hermosísima Bérénice Bejo, aunque borde su papel, quizás no sea un rostro con unos rasgos que nos remitan a los inicios de Hollywood, cuando reinaban Mary Pickford o Lillian Gish.

Para las nuevas generaciones, esta película quizás suponga el detonante de una búsqueda del lenguaje cinematográfico en su esencia. Estoy convencido de que, si los autores de The Artist recibieran un e-mail de un chaval contándoles que, gracias a su película, se ha fagocitado toda la filmografía muda de Chaplin o Keaton, éstos llorarían de emoción. Y con razón. Es este y no otro, el gran favor que esta película hace al cine como algo más que imágenes en movimiento.

Tuve la suerte, además, de verla junto a mi padre, con quien no coincidía en una sala en décadas. ¿Qué más se puede pedir?

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