martes, 13 de marzo de 2012

No puede ser más bonita pero...

Ha sido una discusión recurrente desde mis años universitarios. Mientras servidor defendía a capa y espada el cine de Spielberg, siempre tenía enfrente al bando de Scorsese, que en la mayoría de los casos iba parejo al de Eastwood y no sé cuantos "autores" europeos tipo Chabrol, Tavernier, Moretti o Fellini. Cine de verdad, decían.


Existe entre ese, lo admito, nutrido grupo de cinéfilos una tirria patológica, militante diría yo, a todo aquello que huela a fantasía, inocencia, sensiblería o, sí, también éxito masivo. Aunque luego aplaudan a rabiar a Eastwood por el lacrimógeno final de Million Dollar Baby, por poner un ejemplo reconocible, reciente y que adoro, dicho sea de paso.

Ahora, por fin, esa enciclopedia de cine andante que es el bueno de Martin se ha ablandado con los años y, haciendo realidad el sueño de su hija Francesca, ha abandonado su terreno cómodo, el que domina, el de los personajes oscuros, perdedores, soeces, el de los ambientes sórdidos, corruptos y violentos para reunir un fortunón y gastárselo en adaptar con todo el lujo imaginable la novela La invención de Hugo Cabret, escrita por Brian Selznick y que Francesca regaló a su padre por su cumpleaños.

Si The Artist rinde homenaje a Hollywood en sus inicios La invención de Hugo es un poema de amor, escrito con mayúsculas, de la generación de cineastas de los 70 a Francia y su papel clave en la invención del cine en lo tecnológico. Tanto a los hermanos Lumiere y sus primeras aventuras, como a George Meliés, uno de los personajes de la película (interpretado por Ben Kingsley), un visionario que fue capaz de descubrir las posibilidades de la tecnología de los Lumiere para trasladar a sus compatriotas a los universos particulares de otro genio que Francia ha dado al mundo: Julio Verne.

Si algo se puede afirmar categóricamente de La invención de Hugo (Hugo) es que estamos ante una de las películas más bellas que he visto en mi vida. Desde el primer plano secuencia (se tardó un año en completar) que nos situa mediante en un plano aéreo en la desaparecida estación parisina de Montparnasse para detenerse en los ojos del protagonista, oculto detrás de la esfera de uno de los enormes relojes de la estación, Scorsese hace una reivindicación de las razones por las que James Cameron y otros cineastas hablan del 3D actual como un salto cualitativo comparable a la llegada del cine sonoro. Verla en un salón, en una copia de vaya usted a saber dónde es un tiempo perdido.

La sabia decisión de rodarla en este formato, y no convertirla en post producción, es parte de las muchas cosas buenas de esta película impecable en lo estético. Siempre he defendido, desde los años de Platoon, que Robert Richardson es grande, de los mejores cinematógrafos de la historia. A pesar de su inevitable firma, en forma de cegadora luz blanca sobre una mesa o usada como contra en los actores, Richardson sabe colocar la cámara e iluminar como nadie, jugando con las texturas y el color como un pintor con su paleta. Por no hablar de Dante Ferretti y sus impagables decorados, un festín para los ojos que la visión estereoscópica no hace sino resaltarlos más si cabe. Solo por su labor didáctica e inspiradora en las nuevas generaciones, esta película, que destila el amor por el cine, entendido también como acto social y la literatura, entendida como experiencia que alcanza su plenitud cuando es compartida, ha sido un regalo.

Pero algo falla. La magia está presente en todo el relato. Sin embargo, incluso con las gafas, no traspasa la pantalla. Quizás la inexpresividad del protagonista infantil, la inspirada aunque muy repetitiva música de Howard Shore o las pequeñas historias que protagonizan los habitantes de la estación, particularmente el anodino personaje de jefe de policía interpretado por Sacha Baron Cohen, no funcionan. El guión de John Logan fracasa a la hora de trasladar a esta película, el encanto y sentido del humor que desborda Amelie, una clara influencia, al igual que el corto vasco Perpetuum Mobile, aunque ésta no se reconozca a pesar de que es evidente.

Un tema tan repetido en la filmografía de Spielberg, y que aborda con hondura y maestría, como es la ausencia de la figura paterna y sus consecuencias, Scorsese lo encara con sorprendente torpeza y sin alma. Décadas después, sigo teniendo ese sano debate y siempre suelo repetir el mismo argumento. Spielberg es capaz de rodar Munich y también E.T, Scorsese, no. Así de claro.

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