lunes, 19 de marzo de 2012

Un sueño cumplido

Te pongo en antecedentes. Biblioteca del Belfry High School, una diminuta localidad del remoto Montana. Era octubre o noviembre de 1988. Entre los muchos libros, revistas y tomos de Mark Twain o Truman Capote, encontré perfectamente alineados una serie de anuarios de tamaño manejable, pasta dura en tonos verde oscuro, en los que se recogía lo más destacado del año tal. En las páginas finales, todos incluían a los protagonistas de ese año, cada uno en lo suyo, bien en el deporte, la política o cualquiera de las Bellas Artes.

En el ejemplar dedicado a 1980 figuraba entre los elegidos John Williams, que había sucedido a Arthur Fiedler como director titular de la Boston Pops, una de las orquestas más conocidas de Estados Unidos. Debajo, una dirección de contacto. ¿Cómo?, me pregunté. ¿Estoy viendo unas señas a las que poder escribirle?. Conviene recordar que estábamos en la época pre Internet, cuando el género epistolar gozaba de plena salud. El caso es que en la casa en la que yo vivía estaban a la última y tenían un IBM de los de entonces. Ya que hacíamos las américas, pues le escribo la carta en un ordenador. Toma ya.

Fue el momento de dar rienda suelta a mi todavía pobre inglés y contarle al maestro lo que su música me había inspirado (no solo a mí) y darle no sé cuantas veces las gracias. Creo que le enumeré cada uno de los vinilos y casettes (alguno era copia) de mi colección. Imagino que la carta era una chapa del copón, pero allí que se la mandé, hasta Boston nada menos. Con sellos y todo.

Ya me había olvidado de ella cuando, a principios de abril de 1989, apareció en el mail box, que estaba pegado a la interestatal 72, un aviso de correos a mi nombre. No era una carta de mis padres sino un sobre certificado procedente de...Boston. Te puedes imaginar el sobresalto, el aumento de pulsaciones, la bilirrubina, adrenalina y no sé cuántas hormonas disparadas. Todavía conservo el sobre, la carpeta de cartulina amarilla y, por supuesto, la carta de agradecimiento de John Williams y una fotografía suya firmada que, más de 30 años después, comparto contigo.

He querido contarte esto para que entiendas el significado que tenía para servidor el concierto de la Film Symphony Orchestra que ayer presencié en el donostiarra teatro Victoria Eugenia.  Como diría Matías Prats padre, marco incomparable y una de las paradas de su maratoniana agenda. Se trataba del John Williams Tour 2012, la primera gira de este osado proyecto empresarial al que deseamos, como decía Indy en el Templo Maldito, fortuna y gloria.

A pesar de que habían anunciado lluvia, lució el sol durante buena parte del día. Me acompañaba Gorka, una de esas pocas personas en tu vida a la que puedes llamar amigo. Hemos crecido juntos, yo bastante más que él la verdad, y hemos compartido infinitas tardes de cine y nuestra pasión por las bandas sonoras. John Williams siempre ha estado allí. No estaba él solo, claro, pero ocupaba y ocupa un lugar especial. Muy especial.

Poder contemplar a toda una orquesta durante más de dos horas interpretando parte del inmenso legado de Williams era, antes de empezar, un sueño cumplido. Por supuesto que conocíamos el programa, sabíamos de antemano que la selección hubiera sido otra si la hubiésemos hecho nosotros, pero daba igual. Además, las tecnologías actuales, las redes sociales, nos habían dado la oportunidad de comprobar el potencial de la orquesta y sonaba bien. Sonó muy bien.

Con puntualidad, el concierto arrancó con brío, interpretando la fanfarria y el himno que Williams compuso para las Olimpiadas de Los Angeles de 1984. Ya quedó claro desde el principio que la única pega que se le puede poner al conjunto es su sección de metal. Puntualizar que cumplieron su cometido, a veces alcanzando la excelencia, pero también fallando algunas, muy contadas, notas. De hecho, se notaba que el repertorio ya estaba muy rodado y el sonido ha mejorado desde los primeros vídeos que he visto hasta el recital de ayer.

Bueno, ya habíamos entrado en calor.

Si hay una parte de la obra de John Williams que salió bien parada fue su monumental aportación musical al universo Star Wars. El primero de los temas interpretados fue el de la princesa Leia, del episodio IV. Ejecución brillante, con los tiempos medidos al milímetro por Constantino Martínez-Orts, director y alma mater de esta gozada. Solo un infinito agradecimiento personal  hacia el compositor , como el que sentimos muchos millones en el mundo, justifica lo que este hombre ha hecho. Espero que John Williams se lo reconozca. Si es en persona, mucho mejor, aunque por carta mola. Te lo digo yo, Constantino.

El concierto de ayer me sirvió, entre otras cosas, para apreciar mucho más los matices y la riqueza del trabajo de Williams para la primera entrega de Harry Potter. Un mundo maravilloso, el fragmento del score elegido, desplegó toda la capacidad del maestro para transmitir infancia, navidad, jovialidad e inocencia.

Bravo por la inclusión del tema principal de Las cenizas de Ángela, el dramón de Alan Parker, una de las muchas joyas desconocidas para el gran público. Ha tenido que ser hasta doloroso compensar los temas que todos queremos oir con aquellos que muestran mejor la calidad o complejidad en la composición, abundantes en su última época.

Llegaba de nuevo el turno de la pompa y circunstancia. El Patriota hizo sudar tinta china a los flautistas y quedó correcto con los arreglos introducidos. Este es uno de los temas, a mi entender, prescindibles.

Los últimos tres de la primera parte, para quitarse el sombrero. Sí, se le escaparon un par de notas al solista, pero el Cuento de Viktor Navorski de La Terminal quedó divertido y puso de manifiesto la dificultad de interpretar una pieza que, en disco, parece simple. Como la propia película. Nada más lejos de la realidad. Nacido el 4 de julio es una debilidad personal. Se me pone la piel de gallina solo pensando en la belleza de la sección de cuerda sacando jugo a una inspiradísma partitura. Creo que es de lo mejor que ha compuesto jamás. Antes del descanso, un indispensable. El tema de Supermán, literalmente, voló sobre el Victoria Eugenia a la velocidad del rayo con una ejecución sobresaliente, pero, siendo exigentes, mejorable.

Tras la necesaria pausa, en la que pudimos escuchar entre bambalinas alguna pista de los bises, otro de los temas, a mi juicio, prescindibles de la noche. The Cowboys es una obra simpática, disfrutable, pero poco más.

Conviene apuntar aquí que, para ciertas grabaciones, Williams se ha rodeado siempre de los mejores. Que quiere una armónica, llama a Toots Thielemans, un cello, a Yo Yo Ma y, si lo que hace falta es un violín, nadie mejor que Itzhak Perlman. Aunque el primer violinista erró, sobre todo al principio, salió más que airoso de la complicada interpretación de esa maravilla que es Recuerdos. Y es que, La lista de Schindler son palabras mayores.

Qué mejor que tener el corazón encogido para enfrentarte a una potente versión del temazo de Tiburón. Precisamente, este fragmento, junto al de The Cowboys, permitió comprobar lo que ha evolucionado la forma de componer deWilliams desde los 70 y 80 hasta la actualidad. Muy acertado el alternar épocas.
El concierto siguió con el inspirado tema de amor de El ataque de los clones, interpretado de manera impecable, al igual que la sintonía de la NBC, muy similar a la de Cuentos asombrosos.

El director ya ha dicho en varias entrevistas que ha pretendido hacer labor didáctica con estos conciertos. Ir más allá de las melodías más conocidas. Un botón de muestra fue la inclusión de Una vuelta por la Academia del score de El reino de la calavera de cristal, la discutida cuarta entrega de Indiana Jones. Música incidental para subrayar una persecución por el campus del Marshall College que pone de manifiesto el oficio del compositor de bandas sonoras, es decir, acompañar a lo que ocurre en la pantalla. A veces en primer plano y, como en este caso, en segundo. Algunos discutirán esta opción entre los miles de cortes a elegir en la filmografía de Williams. Yo creo que es tan válido como cualquier otro, y probablemente de los pocos con las partituras disponibles, que es un aspecto a tener en cuenta.

Llegó la hora del final (oficial). De nuevo Star Wars. La fanfarria de la entrega de las medallas del episodio IV y sus créditos finales. Lo que se dice un broche de oro. Ovación cerrada y varios puestos en pie, Gorka y yo entre ellos. A fuerza de aplaudir, Martinez Orts subió al podium y anunció el primer bis: la marcha de Indiana Jones. Un clásico pero que, nuevamente, flaqueó en la sección de metal. Más aplausos y bravos del respetable. La orquesta puesta en pie, con gesto impasible, esperaba las instrucciones del jefe, que entraba y salía haciéndose de rogar. Tocaba sudar para más propinas. Llegó el turno de...1941, discutible elección pero que seguía el tono marchoso y marcial del epílogo. El público entregado quería más, queríamos mucho más. Se escuchaban silbidos, pataleos que retumbaban en las plateas. Todo valía.

El esfuerzó mereció la pena. El director anunció que "para finalizar" un tema que "significaba mucho" para mucha gente. Y tenía razón. No se entiende un concierto homenaje a John Williams sin la marcha imperial de El imperio Contraataca. Colofón a una velada para recordar.

Pensaba que estas cosas solo pasaban en Estados Unidos pero estaba equivocado. Ya se lo he dicho a directores técnicos de orquestas, alcaldes y a quien me ha querido escuchar. El público de las bandas sonoras existe y el lleno de ayer en el Victoria Eugenia, o en el Auditorio Nacional de Madrid, son buena prueba de ello. Gracias Constantino por tu fe, empeño y talento. La orquesta sonaba a John Williams, lo que no debe de ser fácil en directo, y has (habéis) hecho felices a muchas personas.

Me faltó E.T, uno de los cuatro oscars de su carrera y, a mi juicio, fundamental. Pude compensarlo parcialmente telefoneando a mi caaasa y escuchando Adventures on Earth en el coche a todo volumen de regreso a Bilbao.

Durante la ovación del final, alguién gritó: ¡Viva John Williams!. Eso, que viva. 80 años no son nada.

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