sábado, 16 de abril de 2011

Calor, color, samba y un guacamayo

El comienzo de Rio es espectacular, un derroche de color, música y movimiento para presentarnos al protagonista, un guacamayo azul que, contagiado por la fiesta que ve desde el arbol, se lanza al vacío sin saber volar para caer en una jaula de cazadores furtivos. El pajarraco acaba en un gélido pueblo de Minnesota, donde es adoptado por una niña, convirtiéndose en su inseparable mascota. Pasan los años y un brasileño llamado Tulio aparece por arte de magia (no tiene otra explicación) y le dice a la chica, de nombre Linda, mona pero tímida, que el loro al que llama Blu es el último macho de su especie y que deben llevárselo a Río de Janeiro para juntarlo, ya me entendéis, con la lorita Jewel.

A partir de ese momento, un publireportaje sobre la futura ciudad olímpica que luce impresionante gracias a la extraordinaria fotografía (imagen más bien) e iluminación de escenas, particularmente destacable el vuelo en ala delta alrededor (literalmente en la versión en 3D) del Cristo Redentor y sobre la playa de Ipanema.
No falta ningún estereotipo ni de Río (incluyendo el carnaval) ni de los brasileños (y brasileñas). Incluso retratan, con mucha inteligencia tratándose de una película destinada a los críos, el drama de los niños callejeros o las bandas organizadas de las favelas.

Los números musicales, en su conjunto, resultan efectivos sin llegar a extraordinarios, hay secuencias brillantes, gags para los adultos ocurrentes y la película se ve muy a gusto. Pero algo le falta a los personajes, tanto principales como secundarios, para que Rio llegue al nivel de las producciones de Pixar. Entiendo que es pedir demasiado.

Se agradece, después de tanta Edad de Hielo, que Blue Sky se traslade a latitudes cálidas y nos ofrezca uno de los productos más dignos que se han estrenado ultimamente.

lunes, 11 de abril de 2011

Mucho más que un director de tribunales y atracos

Prestigio tenía, sin duda. Pero nadie me negará que la obra de Sidney Lumet, que ha fallecido el pasado día 9 de abril a los 88 años, importaba a muy pocos. Era uno de esos cineastas fiables durante una época, que conseguía sacar adelante sus proyectos pero que casi nunca ha visto sus películas ni en lo más alto de ningún ranking ni en la mayoría de las antologías, a pesar de ser de uno de los directores más comprometidos y talentosos de su generación. No sin falta de razón, a Lumet se le ha tachado de excelente director de "pelis de juicios". Baste citar dos de sus grandes obras maestras: 12 hombres sin piedad (12 Angry Men, 1957) o Veredicto final (The Verdict, 1982) con un inconmensurable Paul Newman. Sin llegar a excelsa, en Asesinato en el Orient Express (Murder At The Orient Express, 1974) volvía a estar presente la justicia, pero sin tribunal, con Poirot ejerciendo de juez y parte. El hecho de que esta película estuviera basada en una novela de Agatha Christie ha hecho que muchos culturetas la miren con desdén. Uno de los mejores repartos jamás juntados en una película entretenidísima.

Con más prestigio, merecido, encontramos Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) rodada justo después que Orient Express. Ni más ni menos que un gay (Al Pacino) que atraca un banco para pagar la operación de cambio de sexo de su novio. Casi nada para la época.

También hizo sus pestiños. El magoGloria o El abogado del diablo, por mencionar algunos, no había por donde cogerlas. Menos mal que su canto del cisne ha estado a la altura de Lumet. Antes de que el diablo sepa que has muerto, de hace cuatro años, poseía buena parte de su estilo, temas, personajes y situaciones, apoyada en un reparto en estado de gracia, que se suele decir.

A Lumet le encantaba sacar la cara sucia del sistema o la corrupción (Serpico), bien en una comisaria, en un tribunal o en una sucursal bancaria o joyería atracada. Sus protagonistas eran tipos imperfectos, muchos de ellos parias de esta sociedad, perdedores, pero siempre llenos de eso tan inmaterial y al mismo tiempo impagable: dignidad.