jueves, 20 de diciembre de 2012

Perfeccionismo aburrido

Antes de ver la primera entrega del regreso a la Tierra Media de Peter Jackson y buena parte del equipo responsable de la magna trilogía de El señor de los anillos (Lord Of The Rings), El Hobbit: un viaje inesperado (The Hobbit: An Unexpected Journey), me hice tres preguntas:

1. ¿Qué se siente al ver una película a 48 fotogramas por segundo y en 3D, también conocido como High Frame Rate (HFR)?
2. ¿Cómo se alarga hasta las tres horas los escasos, en sustancia, primeros capítulos de El Hobbit?
3. ¿Hasta qué punto Peter Jackson ha abordado este proyecto con la misma pasión y entusiasmo que El señor de los anillos?

Vayamos por partes.

1. Ya desde la aparición de los primeros fotogramas te das cuenta de que estás ante algo nuevo, nunca visto, flipante. Por explicarlo en pocas palabras, como disfrutar una película en Bluray comparada con la definición DVD. El nivel de detalle impresiona, una nitidez impensable en una pantalla de cine. Y eso que yo tengo que ponerme dos pares de gafas. Es de justicia reconocer el esfuerzo tecnológico llevado a cabo para dar al público nuevas razones para volver a las salas de cine. También admito que es la primera gran producción rodada en este formato, como El cantor de Jazz (The Jazz Singer) de los 48 fotogramas por segundo. Ciertos movimientos de cámara siguen provocando mareos. Personalmente, estoy seguro de que el debate está abierto, con bandos irreconciliables claramente enfrentados. Muchos (Scorsese entre ellos) que se resistían numantínamente a pasarse al digital han preferido dejarse llevar por la corriente. Otros como Tarantino prefieren abandonar la dirección y centrarse en proyectos televisivos antes de verse obligado a rodar con ceros y unos en lugar de con celuloide. ¿Puro fetichismo? Seguramente. ¿Comprensible? Categóricamente sí. 48 fotogramas por segundo es otra cosa. ¿Mejor? Siendo opinable, para mí, a día de hoy, no. Llegará el día en que existirá un filtro para dar el "aspecto cine" como el de "película rallada" o "sepia". Pero se volverá a rodar en cine. Seguro. Como con el vinilo, su regreso es cuestión de tiempo.

2. Cualquiera que posea las ediciones impresas de las novelas de Tolkien forzosamente se tiene que plantear: ¿Cómo se las van a arreglar para sacar tres películas de un libro no particularmente extenso? Respuesta obvia, ya contrastada: alargaaaaando la trama. Peter Jackson tenía en contra que su visión del universo tolkiano ya era conocido por la mayoría. Es por ello que la expectación era máxima cuando se supo que, inicialmente, Guillermo del Toro se iba a hacer cargo del proyecto. Era de esperar una revisión, como la que Picasso hizo con Las meninas o, por acercarme más a lo que nos ocupa, con el cambio de rumbo que Alfonso Cuarón imprimió a la saga de Harry Potter sin destruir lo establecido por Chris Columbus. Una oportunidad perdida. Sí, es cierto, hace ilusión regresar a la Comarca o a Rivendell, que lucen como nunca, reencontrarse con personajes ausentes del texto pero que dan continuidad a la saga como Elrond, Galadriel, Saruman o Frodo, pero su inserción forzada ralentiza un relato ya de por sí denso. Y luego está el factor sorpresa, aquí inexistente.

3. Precisamente, la anunciada intención inicial de Peter Jackson de no dirigir El Hobbit no hace sino confirmar, una vez vista la película, que era una sabia decisión. Ya nada es lo mismo. Es como retomar una relación, que en su día viviste apasionadamente, casi diez años después. Inevitablemente, aparece la rutina, el aburrimiento. Esa es la sensación que me deja Un viaje inesperado. Incidiendo en los errores cometidos en King Kong, Jackson nos ofrece un interminable espectáculo, orquestado primorosamente, escenas que solo producciones de este calibre pueden ofrecer (magnífico prólogo o la estupenda secuencia con Gollum), ambientación exquisita, efectos visuales merecedores de todos los premios, con un Martin Freeman que se hace con el personaje de Bilbo desde el primer momento, y unos enanos que son un manual de caracterización, al igual que orcos o goblins (con homenaje a Jabba incluido). Pero, cuando se encienden las luces, estoy aburrido, empachado y... ¡solo he terminado el primer plato!. Faltan el segundo y el postre. ¡Bufff!

martes, 11 de diciembre de 2012

Sentido y sensibilidad

De cuando en cuando, una película te hace recordar las razones por las que amo el cine, por las que me gustaría dedicarle mi tiempo más allá de la butaca en la sala oscura. Ojo, que no siempre tiene que ser una buena película, ni esas razones universalmente compartidas. Son las mías. Punto. La vida de Pi (Life Of Pi) forma parte de esa lista tan particular.

La novela homónima de Yann Martel llevaba tiempo acumulando polvo en mi librería, repleta de títulos que me llegan gratis gracias a un proveedor familiar (y que espero leer algún día), cuando supe que Ang Lee iba a adaptarla a la gran pantalla, en 3D, y con presupuesto holgado de la Fox. Conociendo la apasionante premisa argumental y sus evidentes dificultades, tanto a nivel de guión como tecnológicas, a la hora de transformar en imágenes las palabras de Martel, mi curiosidad inicial fue trasformándose en ganas, pero que muchas ganas, de verla.




Entrevisté a Ang Lee con motivo de la presentación de Tigre y dragón.  Me encontré a un tipo menudo al que te costaba imaginar cabreado. Te transmitía, al mismo tiempo, seguridad absoluta y paz interior, cualidades indispensables para poder encarar esta película con unas mínimas garantías de éxito.


El inicio desconcierta. Tras unos créditos en los que, paulatinamente, vas entrando en el universo tridimensional que Lee ha creado para la película, bellos, al ritmo pausado de una canción de cuna interpretada en lengua tamil por Bombay Jayashri, pasamos a un planteamiento de la historia que me recordaba en sus formas al estilo de Jean Pierre Jeunet en Amelie, con postales espectaculares y coloristas, narración infantiloide  y flashbacks sincopados. Por un momento pensaba que, en lugar de La vida de Pi, estaba viendo La vida de Pooh. Estaba equivocado. Muy equivocado. Todo tenía su razón de ser, una explicación.

Cuando el tedio amenaza seriamente mis dominios, a base de conversaciones alrededor de credos, fés, y dioses varios, la familia Patel y sus animales se embarcan en un arca de Noé particular rumbo a Canadá. A partir de ese momento, todo cambia. El diseño, planificación y ejecución del hundimiento del barco es magistral. Cada plano, cada sonido y las tres dimensiones queriéndose reivindicar. No hacia falta. Quedaba el resto de película para comprobar que, en las manos adecuadas, esta tecnología tiene muchas sorpresas agradables por ofrecer. Experiencias únicas. Esto es solo el principio.

A partir de que tenemos a Pi (espléndido Suraj Sharma), una cebra, una hiena, una orangután y, por supuesto, a Richard Parker en el bote salvavidas, Ang Lee transforma la pantalla en un lienzo en el que sacar  el máximo provecho artístico a la tecnología puesta en sus manos. En ningún momento eres capaz de discernir si el tigre que estás viendo es real o digital, ni falta que hace. Se nota que, más que crear, se ha recreado en sus personajes y la historia ideada por Yann Martel. Un relato que, por su trasfondo religioso, puede irritar a más de un ateo que con solo oír mentar a Dios, Alá o Shiba se retuerce en la butaca. Incluso ellos, si la han visto en 3D, tendrán que reconocer que han asistido a una de las experiencias cinematográficas más agradables de su vida.

Reconforta saber que en Hollywood todavía existen ejecutivos capaces de dar luz verde a un proyecto de más de 100 millones de dólares sin estrellas como protagonistas (Depardieu tiene un cameo)que ni es una secuela, ni lo protagoniza un héroe de cómic. Tan solo un joven hindú, un tigre, un bote salvavidas y el mar. Ahí queda eso.