martes, 11 de diciembre de 2012

Sentido y sensibilidad

De cuando en cuando, una película te hace recordar las razones por las que amo el cine, por las que me gustaría dedicarle mi tiempo más allá de la butaca en la sala oscura. Ojo, que no siempre tiene que ser una buena película, ni esas razones universalmente compartidas. Son las mías. Punto. La vida de Pi (Life Of Pi) forma parte de esa lista tan particular.

La novela homónima de Yann Martel llevaba tiempo acumulando polvo en mi librería, repleta de títulos que me llegan gratis gracias a un proveedor familiar (y que espero leer algún día), cuando supe que Ang Lee iba a adaptarla a la gran pantalla, en 3D, y con presupuesto holgado de la Fox. Conociendo la apasionante premisa argumental y sus evidentes dificultades, tanto a nivel de guión como tecnológicas, a la hora de transformar en imágenes las palabras de Martel, mi curiosidad inicial fue trasformándose en ganas, pero que muchas ganas, de verla.




Entrevisté a Ang Lee con motivo de la presentación de Tigre y dragón.  Me encontré a un tipo menudo al que te costaba imaginar cabreado. Te transmitía, al mismo tiempo, seguridad absoluta y paz interior, cualidades indispensables para poder encarar esta película con unas mínimas garantías de éxito.


El inicio desconcierta. Tras unos créditos en los que, paulatinamente, vas entrando en el universo tridimensional que Lee ha creado para la película, bellos, al ritmo pausado de una canción de cuna interpretada en lengua tamil por Bombay Jayashri, pasamos a un planteamiento de la historia que me recordaba en sus formas al estilo de Jean Pierre Jeunet en Amelie, con postales espectaculares y coloristas, narración infantiloide  y flashbacks sincopados. Por un momento pensaba que, en lugar de La vida de Pi, estaba viendo La vida de Pooh. Estaba equivocado. Muy equivocado. Todo tenía su razón de ser, una explicación.

Cuando el tedio amenaza seriamente mis dominios, a base de conversaciones alrededor de credos, fés, y dioses varios, la familia Patel y sus animales se embarcan en un arca de Noé particular rumbo a Canadá. A partir de ese momento, todo cambia. El diseño, planificación y ejecución del hundimiento del barco es magistral. Cada plano, cada sonido y las tres dimensiones queriéndose reivindicar. No hacia falta. Quedaba el resto de película para comprobar que, en las manos adecuadas, esta tecnología tiene muchas sorpresas agradables por ofrecer. Experiencias únicas. Esto es solo el principio.

A partir de que tenemos a Pi (espléndido Suraj Sharma), una cebra, una hiena, una orangután y, por supuesto, a Richard Parker en el bote salvavidas, Ang Lee transforma la pantalla en un lienzo en el que sacar  el máximo provecho artístico a la tecnología puesta en sus manos. En ningún momento eres capaz de discernir si el tigre que estás viendo es real o digital, ni falta que hace. Se nota que, más que crear, se ha recreado en sus personajes y la historia ideada por Yann Martel. Un relato que, por su trasfondo religioso, puede irritar a más de un ateo que con solo oír mentar a Dios, Alá o Shiba se retuerce en la butaca. Incluso ellos, si la han visto en 3D, tendrán que reconocer que han asistido a una de las experiencias cinematográficas más agradables de su vida.

Reconforta saber que en Hollywood todavía existen ejecutivos capaces de dar luz verde a un proyecto de más de 100 millones de dólares sin estrellas como protagonistas (Depardieu tiene un cameo)que ni es una secuela, ni lo protagoniza un héroe de cómic. Tan solo un joven hindú, un tigre, un bote salvavidas y el mar. Ahí queda eso.








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