miércoles, 23 de enero de 2013

La sombra de John Ford

Las buenas películas, o aquellas que yo considero buenas, te dejan poso, huella, mácula indeleble salvo que alguna enfermedad neurodegenerativa trastoque el disco duro.

Steven Spielberg está relacionado, como director o productor, con un número considerable de las que componen mi lista. Entre ellas, Munich, lo mejor que ha hecho en la última década y probablemente en toda su magna carrera, que ya es decir.


Lincoln era uno de esos proyectos que ha tardado lustros en ver la luz, supongo que debido a múltiples factores. La última vez que yo recuerdo algo similar en su filmografía fue con la eterna gestación de Las aventuras de Tintín, cuya espera mereció la pena, o su visión de Peter Pan, que acabó convirtiéndose en la muy decepcionante Hook (El capitán Garfio). Con estos precedentes, había conseguido rebajar mis expectativas con respecto a Lincoln, hasta que me enteré que el guión venía finalmente firmado por Tony Kushner, el autor del excelso libreto de Munich.


Una vez vista, Lincoln confirma que cuando Spielberg rueda las palabras de Kushner se crea una química comparable a la que existe entre Chanel y el número 5 o, bromas a un lado, la que se estableció entre Robert Bolt (guionista de Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago o La hija de Ryan)  y David Lean. El desafío aquí era hercúleo. Cogiendo prestada la novela de Doris Kearns Goodwin, Team Of rivals, como punto de partida, Kushner ha equilibrado con pulso maestro la Guerra Civil, las triquiñuelas, atajos, conversaciones y sesiones plenarias que culminaron con la aprobación de la 13ª enmienda a la Constitución americana, que suponía de facto la abolición de la esclavitud, con los conflictos personales, políticos y reflexiones de Abraham Lincoln, abarcando los últimos y trascendentales meses de su vida. Todo ello sin caer en el estereotipo, la hagiografía o los lugares comunes abordados en retratos anteriores, más o menos fieles a un periodo histórico del que existe abundante documentación.

Con el paso de los años, Spielberg está retornando de manera evidente a los orígenes de su cinefilia. Ya no hablamos de referencias aquí y allá, más o menos evidentes en los inicios de su carrera. En sus últimos proyectos, los más personales, en aquellos en los que prevalece el autor frente al productor (su gran dicotomía), Spielberg intenta ponerse en la piel de John Ford. Mejor dicho, en las pieles. La forma y el fondo de Caballo de batalla (War Horse) son los opuestos a Lincoln. Del exceso, tanto en el uso del color y la música como en los diálogos, emparentados con las fordianas ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley!, 1941) o El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), curiosamente también un proyecto personal de Ford, que tuvo que rodar westerns de encargo para conseguir financiarla, pasamos a la austeridad, el detalle, a la palabra frente a la imagen de Lincoln, como, salvando las diferencias, al Ford de El hombre que mató a Liberty Wallance frente al de Otoño Cheyenne.

Una paleta de colores fría, contrastada, con cielos blancos, la sobrecogedora música del maestro Williams que acompaña las estáticas imágenes de Janusz Kaminski, puro arte del uso de la luz que logra ensalzar mediante sublimes encuadres las interpretaciones del amplio reparto y la meticulosa ambientación diseñada por Rick Carter.

Spielberg no es JohnFord ni Lincoln es una obra maestra. El primer tramo resulta demasiado denso a pesar de los esfuerzos para que no lo sea. Pero sí es una virguería que va de menos a más, salpicada de instantes (como la forma de mostrar el magnicidio o la resolución de la votación de la 13ª enmienda ) solo al alcance de la mano de un genio. Algún día sabremos si, como nos han dicho, Liam Neeson se bajó del proyecto al dilatarse demasiado el rodaje o le pidieron que se fuera cuando Daniel Day-Lewis dijo sí a los cantos de sirena y se embarcó en un viaje que, por lo que él mismo ha manifestado, ha merecido la pena. No tengo ni idea si ES o NO ES Lincoln. ¿Alguien le ha visto?¿Existen documentos gráficos que describan sus andares, gestos o inflexiones? Decía Henry Fonda que la primera vez que se vio caracterizado como un joven Abraham Lincoln sintió la presión de tener que interpretar a un dios. El mérito aquí es justo el contrario, haber humanizado al mito, con sus virtudes y sus defectos, y encontrar el tempo y el tono para que los diálogos ocupen el primer plano. Sally Field lo da todo para poder estar a la altura con un personaje, el de primera dama, que se niega a ser una comparsa del desgarbado presidente. Sorprende el hinchadísimo James Spader como el lobbyista Bilbo o el siempre fiable David Strathairn. Se agradece el gesto de incluir al gran secundario Hal Holbroock, que ha interpretado a Lincoln varias veces en televisión, pero quien logra acaparar todas las miradas cada vez que aparece es Tommy Lee Jones, que devuelve a Spielberg la confianza con uno de sus mejores papeles, el del republicano radical Thaddeus Stevens, persona clave en los acontecimientos descritos.

No puede ser casual que esta película abarque el periodo de la vida del mítico presidente que dejó fuera El joven Lincoln de John Ford, otra vez él. Como si quisiera retomar donde él lo dejó, formando un díptico separado por casi 80 años. Tampoco es fruto del azar que se estrene en un momento en al que la sociedad estadounidense está dividida como nunca antes en la historia reciente. De manera recurrente, oímos el tic tac de varios relojes a lo largo de Lincoln (incluida una grabación real de uno que usó el presidente), dejando patente el paso del tiempo. Una cuenta atrás que Spielberg siente en su pescuezo, por ello no quiere perderse en proyectos intrascendentes. Me temo que no le va a quedar más remedio. Le ocurrió a John Ford, a Hitchcock y a él mismo. Así funciona Hollywood, y él lo sabe mejor que nadie.

lunes, 21 de enero de 2013

Sin trampa y algo de cartón (piedra)

El runrún en la sala de prensa del cúbico Kursaal donostiarra decía que Kathryn Bigelow era una directora atípica. Alta, esbelta, guapa...pero con mala hostia. Muy mala. Que no se le preguntara esto o aquello (James Cameron figuraba entre los temas tabú), que no daba entrevistas, que si era rara. Lo cierto es que el motivo por el que estaba en San Sebastían era para defender El peso del agua (The Weight of Water), una peliculilla que, sin ser nada del otro jueves y pasado el tiempo, recuerdo por dos cosas: el buen sabor de boca que me dejaron los ahora reconocidos Sarah Polley y el gran Ciarán Hinds y, lo admito, el busto perfecto de Elizabeth Hurley, que aquí luce en su máximo esplendor.

Efectivamente, la mayoría de las habladurías eran ciertas pero yo también me quedé, además de con sus vaqueros ceñidos, con sus respuestas inteligentes, directas, sin corrección política y con el saludo (el único) que se prestó a hacerle a la cámara para una cadena que me pagaba por cada uno de los que consiguiera. Creo que no le disgustaron las preguntas que le solté en la rueda de prensa.

Cuento esto porque, precisamente, la personalidad de Bigelow que intuí entonces está presente en cada fotograma de La noche más oscura (Zero Dark Thrirty), tanto en lo que se ve como en lo que no. Creo que nunca en su (sobrevalorada) carrera ha estado más cerca de un personaje como del de Maya (interpretado con la sobriedad requerida por Jessica Chastain), una empleada de la CIA que invierte una década de su vida en hallar al que era desde los ataques del 11S el enemigo público número uno de los EEUU, el más buscado: Osama Bin Laden.

No soy el primero que al ver esta película tenía la sensación de estar ante un capítulo largo de la magistral Homeland, serie indispensable de factura impecable, soberbios guiones e interpretaciones poderosas, como la de Claire Danes y su Carrie Mathison, insoportable bipolar que te la crees desde el minuto uno. Igual que a Maya, igual que la película de Bigelow. Te crees las torturas (mostradas con gusto exquisito a pesar de su crudeza), las reuniones al más alto nivel en Langley, las relaciones entre los agentes y el desarrollo de la invasión y posterior asalto a la guarida de Gerónimo (sobrenombre que le dieron a Bin Laden).

La noche más oscura no se posiciona, muestra con un sentido del ritmo televisivo y con la pirotecnia justa hasta donde se supone que puede mostrar una película que se va a distribuir en los circuitos de exhibición mainstream, y deja a cada cual para que nos hagamos nuestras propias preguntas. Lo que ha jodido mucho a algún incauto es que da por hechas (y documentadas) algunas cosas tales como las torturas en muchos interrogatorios llevados a cabo en Guantánamo y en las cárceles secretas diseminadas por medio mundo, el cambio de política en este asunto cuando Obama llegó a la Casa Blanca, la invasión consciente y premeditada de Pakistán sin comunicárselo a sus autoridades o la inexistente intención de capturar con vida a Bin Laden.

El conocimiento de que la guarida del terrorista fue derribada poco tiempo después de la operación y lo reciente de los hechos en mi memoria da más valor si cabe a la minuciosidad con la que ha sido recreado este episodio.

Pero, más allá de los merecidos elogios a la película, le cuesta arrancar, se produce un cierto galimatias con los nombres de los sospechosos ( no sé a ti pero entre las barbas y los turbantes a mí me parecen todos iguales) y ciertos pasajes de la música del magnífico Alexandre Desplat, sobre todo en la escena del inicio de la operación Arpón de Neptuno (Neptune Spear), con sonoridades idénticas a las creadas por John Barry para el 007 interpretado por Roger Moore, sacan al espectador de un entorno cuasi documental para llevarlo al cartón piedra de las superproducciones.

Algunas manchas, pocas, para esta necesaria Zero Dark Thirty cuyo plano final no hace sino cerrar magistralmente un laberinto de mil recovecos del que Bigelow solo da pistas de cómo salir de él. El recorrido lo tienes que hacer tú.